un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea,
un árbol bien plantado mas danzante,
un caminar de río que se curva,
avanza, retrocede, da un rodeo
y llega siempre:
“Piedra de sol”, Octavio Paz
Las torres que actualmente se edifican en las ciudades del mundo son altos surtidores de futuro. La tecnología contemporánea ha permitido que esos chorros de metal, concreto y cristal alcancen las alturas que antes solo los ángeles lograban gracias a sus fantásticas alas. Algunas comunidades humanas viven ahora literalmente en el cielo. Son pocos los años que han pasado desde que los metros de esas elevadísimas viviendas sobrepasaron los de algunas montañas, por lo que la imaginación aún no ha externado su última palabra. No hay veredicto. Podemos soñar.
Todavía no hemos alcanzado las alturas de la máxima claridad. El arquitectónico “tigre color de luz” (Octavio Paz) no ha dado el salto hasta el sol. Los edificios de cientos de pisos, sin embargo, permiten que nuestra fantasía despegue del helipuerto desde el que se contempla la inmensidad, e incluso con los pies bien puestos en la Tierra, pensemos en la colonización de los mundos que nos esperan en el vasto universo que apenas vislumbramos.
Pero hay que esperar un minuto —o cien años: el tiempo pasa tan rápido… en pleno siglo XXI tenemos que repensar la manera de vivir en las alturas, reflexionar sobre cuáles son las costumbres de la vida horizontal (las casas de un piso, de tres pisos, máximo) que queremos y podemos llevar a la vida vertical.
En un complejo edificado hacia la luz sideral podemos hacer lo que necesitamos para vivir como se nos ha enseñado: comprar todo tipo de alimentos, ejercitarnos, entretenernos de múltiples maneras, reunirnos, convivir, festejar, amar (incluyendo a nuestras mascotas), aprender, leer, descifrar el mundo donde no hemos dejado de vivir. En los espacios de futuridad que ya existen en los conglomerados urbanos contemporáneos, hasta es posible desechar el automóvil y tener una vida plena, un hecho impensable hace apenas unos cuantos años.
La verticalidad en este momento es “esa estrella recién cortada que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga”, como expresó, en un poema, el cubano José Lezama Lima. Esa otra estrella enemiga —y muy antigua— es la horizontalidad. Gracias a la estrella recién cortada que apenas estamos experimentando los seres humanos, nos podemos preguntar sobre nuevas maneras de vivir. ¿Qué de la vida que, hasta ahora, hemos llevado en nuestra casa de siempre nos llevaríamos a esa isla que brilla junto a las densas nubes, antes inalcanzables desde nuestras recámaras?
¿Nos podemos llevar un largo paseo por el jardín secreto de nuestra laberíntica infancia? ¿Nos podemos llevar los atardeceres que producían frío en los corazones de los amantes melancólicos que se sentaban en el malecón a tomar decisiones? ¿Nos podemos llevar la sensación que experimentábamos en las plantas de los pies cuando un leve temblor mecía el suelo que comenzaba en nuestra casa y seguía si dábamos un paso hacia la calle? ¿Nos podemos llevar los campos de cultivo en los que el color oro del trigo maduro deslumbraba incluso al sol?
Cuando en algunas metrópolis apenas se están recuperando espacios al aire libre —antes propiedad de los automóviles o de la iniciativa privada— para la convivencia de los ciudadanos, cabe preguntarse cómo se desarrolla ese impulso hacia la congregación doscientos metros arriba del suelo de la ciudad, cómo es la colectividad en esas regiones del aire, cómo se divide el espacio público del espacio privado en esas atmósferas novedosas.
La desigual riqueza de los países del mundo nos permite, en México y en América Latina, experimentar en cabeza ajena. Tenemos muchísimos ejemplos en las regiones económica y tecnológicamente más desarrolladas del planeta —aunque aquí también podemos encontrarlos— que nos podrían ayudar a pensar en soluciones efectivas para nuestros deseos de desarrollo vertical y horizontal, de recuperación del espacio público para la gente, al mismo tiempo que repensamos lo privado. Es ahí, en los espacios personales, íntimos, de donde tomamos fuerzas para crear una comunidad real, esa que nos lance al bienestar que quizá todos podamos alcanzar en el futuro —que llega siempre tan pronto.
Texto: Víctor Ortiz Partida
Foto: Cortesía de Víctor Ortiz Partida