¿Qué es lo que en realidad vemos en un museo, una galería o un cine? Antes de alcanzar cualquier objetivo, la luz. El museo no es un contenedor de obras de arte, sino de luz. El cine, las galerías, las universidades, mi casa y la tuya, también. El mundo es por la luz, no por la palabra. Es habitual que el acomodador de cine, con una linterna, dirija al espectador hacia la gran luz: la pantalla cinematográfica.
Lightopia lleva esta condición a un punto casi de exageración. Más de trescientas obras tapizan de luz las paredes del Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey. Fuentes de luz que a ratos sirven para dialogar, a ratos para gozar, a ratos para enmudecer.
El museo, convertido en la gran luz, está compuesto de pequeñas obras que en conjunto —y no desde lo individual— se presentan como una gran maquinaria luminiscente que atrapa a esos diminutos seres escasos de luz que piensan —tal como lo hacía Pitágoras— que desde sus ojos emergen rayos luminosos que van hacia los objetos a modo de tentáculos, y que son estos los responsables de que los objetos sean visibles.
En vuelo, las luciérnagas coquetean como un acto de resistencia. Ante su inminente desaparición, sobre todo, pero también por una plena y necesaria elegancia. El espectador, ignorando su inminente fin, encuentra en las piezas mostradas un lugar de reconciliación que le hace brillar con luz ajena, como le sucede ya con la pantalla del celular y la computadora.
Objetos-luz que nos recuerdan las trampas para moscos que electrocutan sin piedad a sus víctimas, tal como lo experimentan aquellos enemigos buscados por los altos mandos con focos potentes que viajan y persiguen a su objetivo desde el cielo hasta descubrirlo en la oscuridad, en escenarios bélicos. Porque la luz, paradójicamente, también sirve para oscurecer.
Texto: Roberto Cárdenas
Fotos: cortesía del MARCO