Las nociones de interior y exterior, tan usuales en la vida cotidiana —y a primera instancia tan comprensibles para el sentido común— esconden una dificultad notable cuando se las considera de manera más detenida. Lo mismo pasa con muchas otras categorías que, por básicas que parezcan —o precisamente por ser, en el fondo, básicas—, terminan siendo tarde o temprano decisivas para comprender la vida y el habitar humano. Es así que en nuestro lenguaje coloquial solemos emplear libremente palabras como profundidad o superficialidad, verticalidad u horizontalidad, lleno o vacío, lejano o cercano. No solo las pronunciamos sin mayor reparo —y con plena certeza de aquello a lo que aluden— sino que además las confrontamos como asumiendo que esos pares encarnan dos polos contrapuestos e irreconciliables.
Basta plantearse ciertas preguntas de frente —que a mi juicio resultan cruciales para el quehacer del diseño y de la arquitectura— para que los problemas empiecen a surgir. Al hablar del habitar propiamente humano, ¿qué es en realidad un interior y qué es en realidad un exterior? ¿Cuál es la frontera o el límite que los divide? ¿Esa frontera es física —se construye con los materiales de que disponemos— o depende más bien del modo en que el ser humano enfrenta el mundo que lo circunda? ¿Nuestra vida se juega en el ámbito de lo exterior (del afuera, de la intemperie) o de lo interior (de lo íntimo, cercado, protegido)? ¿Hay lugares que pueden mantener simultáneamente el carácter de abiertos y cerrados, de interiores y exteriores a una? Creo que la intuición que late debajo de esas preguntas es que, tal vez, el interior y el exterior no sean del todo tan contrarios como tenderíamos a pensar.
Para no dejar esas preguntas en abstracto, transitemos por espacios que pueden ir desde lo más amplio hasta la intimidad más propia, y de regreso. Se podría decir que vivimos dentro de un mundo, que nuestro cobijo son el cielo y las estrellas. Desde esa mirada, la vida humana siempre acontece en un interior, siempre se está dentro de un ámbito, a resguardo de algo mayor. En la configuración política de las naciones, se está dentro de un país. Se está también dentro de la ciudad. Y lo mismo sucede con el barrio. E incluso llegando a las intimidades más próximas, se está en el interior del hogar. Y en el hogar se está dentro de la habitación más nuestra. Y más aún, la vida humana tiene esa particularidad según la cual uno se vive como dentro de su cuerpo, habitante de sí mismo. Antes de nacer —nos dice Hugo Mujica— la vida comienza latiendo dentro de otro cuerpo
En el camino de retorno, sin embargo, vemos que los mismos componentes espaciales, con sus mismas fronteras, pueden adquirir el carácter de exterior, de que la vida acontece siempre en un afuera. Nos lo recuerda el célebre verso de Rilke: “con plenos ojos la criatura ve lo abierto”. Nacer sería, en este caso, habitar en el afuera. La propia vida en el marco del cuerpo puede sentirse como estando fuera de sí: ex-céntrica, extra-vagante, extra-viada. En la sala de estar, se está fuera de la alcoba. En la banqueta, fuera de la casa. En el trabajo, fuera del barrio. En el viaje, fuera de la ciudad. En última instancia, se puede vivir fuera de la patria que nos vio nacer o que elegimos como nuestra —ya por un periodo acotado de tiempo, ya por un traslado involuntario en el que se añora el retorno. Se vive siempre de miras al ancho mundo, en una permanente ruptura de esferas —según la terminología de Sloterdijk—, siempre saliendo, naciéndose o, siguiendo la bella imagen de María Zambrano, en un “continuo parto de sí mismo”.
Bastan esos recorridos imaginarios para no fiarnos más de la supuesta dicotomía entre el interior y el exterior. Un pensamiento aquilatado nos lleva a observar que, aunque esas categorías son utilizadas primordialmente para referirnos a fenómenos espaciales —ex-tensos—, aluden también a los plintos de la consciencia, a los hontanares más remotos del espíritu. Ortega y Gasset hablaba, en ese sentido, de una geometría sentimental; Michel Tournier de una geometría de la moral. Henri Bergson es acaso el filósofo que llevó hasta sus últimas consecuencias la reflexión sobre el modo en que trasladamos categorías espaciales para designar estados de la consciencia: se habla de pensamientos más profundos o más superficiales; de sentimientos elevados; de alguien que tiene una mente abierta o un carácter cerrado; de miradas profundas; de una tristeza que nos llena el interior, de una felicidad que nos colma y desborda; de un intenso dolor; de la sensación de vacío en el centro de la vida. En este territorio del espíritu, la lógica del interior y el exterior como elementos meramente espaciales vuela en pedazos. Y lo que queda es asumir el balbuceo de Goethe: “Nada hay dentro, nada hay fuera. / Lo que hay dentro, eso hay fuera”.
En la arquitectura se puede echar mano de diversos dispositivos que juegan de manera consciente o inconsciente con esas variaciones de interior y exterior. Aquella afirmación de Heidegger respecto de cómo las orillas de un cauce de arrollo aparecen solo gracias a la construcción del puente —“es por el puente por el que el otro lado se opone al primero”— sirve ahora como ejemplo para traer algunos de los dispositivos a que aludo. La existencia de fronteras, márgenes o periferias que determinan que la vida humana se logre en interiores o exteriores depende de la construcción y disposición de muros, ventanas, puertas, patios, jardines, escaleras. ¿Qué sucede al colocarlos en un espacio determinado? ¿Cuál es el sentido profundo de su inserción en un lugar? No son únicamente artefactos práctico-utilitarios, o meros objetos que alhajan las moradas humanas. También son, en el fondo —y dependiendo de la destreza del espíritu que los coloca y de la profundidad del espíritu que los transita—invitaciones u obstáculos para vidas volcadas hacia dentro o hacia fuera, vidas públicas o privadas, estados de intimidad o de exterioridad. Esos mismos dispositivos —mismos en su materialidad, dimensión y volumen— pueden funcionar bien como cámaras herméticas, bien como antesalas porosas, bien como puentes abiertos que invitan al encuentro.
Una ventana permite la iluminación y ventilación de una estancia; pero la ventana es también un punto de vista —hacia fuera y hacia dentro / desde dentro y desde afuera. Una puerta puede ser muralla o umbral. Las escaleras —además de conectar recintos y establecer el ritmo de los cuerpos— pueden ser invitación o impedimento; los jardines —como bien distinguía Barragán, pronunciándose siempre por los segundos—, exteriores o interiores, públicos o privados. En todo caso, muros, ventanas, puertas, escaleras y jardines son, sobre todo, modos de relación. De ahí que la más fuerte de las soledades, la más profunda intimidad, pueda darse en espacios abiertos, llenos de gente… y que la habitación más particular, el recinto más cerrado, pueda hacernos sentir acompañados.
A mí me parece que, en el pleno sentido, los arquitectos no son propiamente constructores de espacios. El espacio de una u otra forma ya está siempre ahí y es vivido por los seres humanos. La labor arquitectónica radica más bien en la creación de lugares o, más aún, de ámbitos. Bien entendida la nobleza de su labor, los arquitectos —¡y el bello oficio de diseñar interiores!— posibilitan u obstaculizan encuentros. Encuentros hacia fuera —con los otros— o hacia dentro —con uno mismo.
Texto: Bernardo García González
Foto: Cortesía de Bernardo García González